ÓSCAR LÓPEZ R. FILÓSOFO-PSICÓLOGO
El griego y el latín han sido las dos lenguas que formaron a toda la cultura grecolatina occidental, entre ellos el castellano. A ellas les debemos la estructura de pensar, sentir y vivir que han nutrido a los millones de humanos, entre ellos los pueblos latinoamericanos, fuimos formados por ellas, aunque seamos su región periférica e incorporamos los elementos indios y africanos que conforman nuestro ser hibrido.
En la primera parte de los artículos que conforman “Palabras vivas y lenguas muertas”, hicimos acopio de algunas de las principales palabras griegas utilizadas en nuestro idioma. Ahora nos volvemos hacia el mundo latino.
La etimología del término latín, deriva del antiguo nombre – Latium – que le daban los latinos, ancestros de los antiguos romanos, que a su vez fueron llamadas así porque se habían establecido en un territorio amplio (latus en latín) pudiendo significar también “territorio llano”, pues sus primitivos habitantes habían descendido de los Apeninos. Por otra parte también se puede derivar de Laurentino (Latino) rey de Laurentia, antigua ciudad ubicada en la llanura de Laureto (Lauretum).En la antigüedad el territorio del Lacio comprendía desde el curso bajo del río Tíber y los montes Ausonios, en cercanías a Terracina, hasta los Apeninos como límite oriental.
El latín, más que el griego, fue la lengua internacional que se habló no sólo en Europa, sino también en nuestra América. Así se cuenta que Gonzalo Jiménez de Quesada hablaba en latín, Hernán Cortés, como dice Bernal Díaz del Castillo, “hablaba con letrados, y respondía a lo que decían en latín”. El cronista de la Colonia, Don Juan de Castellanos, quien llegó a América siendo joven, y perfeccionó aquí el latín, no sólo usó la lengua de su oficio curial, sino que manejaba los clásicos; además, fue el centro de una pléyade de poetas en latín y español, pero no fue el único, así, en Santafé, Tunja y Popayán, se formaron grupos que hablaron el idioma clásico.
Como anota Rivas Sacconi, “el latín entra en la fábrica intelectual resultante del abigarrado conjunto de Universidades, Seminarios, Colegios, Conventos y Escuelas, y de disposiciones legales y prácticas escolares, como espíritu vivificador que ha de animar todo el organismo y ponerlo en movimiento” (RIVAS SACCONI, J. M. El Latín en Colombia. Instituto Colombiano de Cultura. Bogotá, 1977).
Anota además, que durante mucho tiempo en nuestro país, el latín fue omnipresente: lengua oficial de la escuela, lengua literaria y científica por excelencia. Conservó igualmente su nítida imagen de lengua de cultura: la de los clásicos de Roma, los renacentistas, y de los hombres de ciencia como Mutis y Linneo. La educación en la Colonia y gran parte de la república, tuvo como soporte el latín. En suma, es la manifestación de la cultura y civilización latinas, y fue un instrumento de intercambio científico que se adaptaba a todas las ideas. Fue la lingua franca (lengua común) de los hombres cultos de la Europa Medieval, y aún gran parte de la moderna.
Hasta hace pocos años, cuando estudiábamos en el Instituto Universitario de Caldas, el Profesor Bernardo Trejos, enseñó con gran sabiduría, raíces griegas y latinas; y en las universidades eclesiásticas como la Javeriana, los diplomas se inscribían en latín; en los cementerios se colocaban epitafios en término latín. Muchos términos latinos se usan aún en la Academia: Doctor Honoris Causa, como un título dado a personas prestantes y cultas que han servido a la institución o a la región, o el término usado para calificar una tesis de grado, como es el Summa Cum Laude, es decir, la máxima calificación. Aún la Metro, una de las empresas cinematográficas más importantes, bordea el león con que se presenta, el término Arts Gratia Artis (La gracia del arte es el mismo arte).Muchos abogados imbuidos de un legalismo estrecho aún nos recitan el término romano “Dura lex,sed legis” (Dura es la ley pero es la ley).Otro término que bien se puede aplicar a nuestra época es también de los antiguos “Corruptio optimi, pessima” (La corrupción de los mejores, es lo peor).
La Iglesia Católica, durante casi dos mil años, empleó el latín como su idioma oficial, hasta que el Concilio Vaticano II, eliminó su uso en la liturgia, autorizando el empleo de las lenguas vernáculas en los oficios religiosos. Con ello, como anota J. M. Rivas, “deja de ser lengua de sacristía y recobra su nítida imagen de lengua de cultura”.
No hay duda que uno de los elementos de decadencia de los centros educativos a nivel mundial ha sido el desplazamiento del estudio de las lenguas, no sólo clásicas sino nativas por los estudios tecnológicos, pero nos queda aún la música religiosa, que gracias a los nuevos formatos en CD, en especial la Gregoriana, conserva lo más puro del latín clásico, y se escucha con gusto aunque muchas veces no se la entienda.
NOVA ET VETERA (LO NUEVO Y LO VIEJO)
“NOVA” es en latín el plural de Novum, que significa nuevo, osea, “las cosas nuevas”. VETERA por su parte, viene de VETUS, VETERIS, antiguo o viejo, es decir, “lo antiguo, lo viejo”.
Cuando contemplamos el mundo que nos rodea, vemos cómo las cosas se suceden unas a otras, en su suceder buscan algo; nada se sustrae a la ley del cambio. Por esta ley del cambio incesante, existe una dialéctica entre lo viejo y nuevo, ni uno ni otro valen por sí mismos, sino que necesitan retroalimentarse. La historia es así, el proceso constante en que lo nuevo sucede a lo viejo.
Fueron los griegos los primeros en advertir y expresar en forma conceptual cómo todo lo existente brota, surge; así el brotar de la rosa, de la vida, de todo; a ese proceso lo llamaron Phyeri, siendo Physis aquello que brota desde sí mismo, y que se ha traducido impropiamente por “Naturaleza”. Physis es la fuerza imperiosa que empuja las cosas y que permanece en su obrar, es no sólo la planta, también el río, los animales, igualmente el hombre y su psiquismo, y a ella sólo se opone lo histórico, que como dice Aristóteles, está dirigido por Ethos, las leyes de la ciudad, siendo por ello una segunda naturaleza.
El tema de las relaciones entre lo nuevo y lo viejo ha suscitado siempre un especial interés, no sólo por la constatación de cambio, en especial la sociedad moderna se ha erigido como abogada de lo nuevo, frente al mundo medieval que dejaba atrás y a la que veía vieja y anticuada. Nuestro tiempo, no quiere saber nada de lo viejo, hasta los ancianos quieren parecer jóvenes. Pero ni lo nuevo es tan nuevo, ni lo viejo es tan antiguo, uno y otro se entrelazan como lo intuyera Heráclito.
El hombre primigenio no vivía ésta tensión; los objetos no tenían para él valor per se, sino que valían en cuanto eran fruto de una hierofanía, una manifestación sagrada o especial. Para él la realidad es la “realidad sagrada”; de ahí la importancia de lo religioso para él, que se opone radicalmente a la realidad profana, hechura humana. Así, vivió durante milenios dominado por las fuerzas naturales que se le imponían en forma aterradora ; la salida del sol por ejemplo, para él era un fenómeno extraordinario, después de una larga noche asediado por animales salvajes y toda clase de peligros, saludar al dios Sol era un espectáculo extraordinario, y cada acontecimiento cotidiano era algo único e inconmensurable.
Al luchar contra la historia, se negaba a aceptarla o valorarla como tal y no podía conjurarla, pues le era difícil comprender las catástrofes que se cernían sobre su vida. Para soportar esas calamidades individuales y colectivas, forjó mitos y religiones, pero las causas le eran desconocidas; sólo con los griegos se comenzó a asociarlos a leyes. La vida para ellos se basaba en seguir modelos extrahumanos, los arquetipos, fruto del inconsciente colectivo de los pueblos y de las experiencias que más lo habían impactado. Cuando el hombre se percató de que la historia no era algo externo a él, sino que era partícipe de ella, la comprendió y pudo comenzar a transformarla.
Los antiguos eran en parte víctimas de su pasado y no se atrevían a modificarlo; el peso de la tradición era enorme, y por eso veían el futuro como algo negativo. La conciencia arcaica no concede importancia alguna a los recuerdos personales, pues la memoria colectiva retiene los acontecimientos históricos sólo en la medida que los transforma en arquetipos.
El hombre moderno quiso transformar radicalmente todo esto, y ha funcionalizado su vida de tal manera que sólo da importancia a lo que él hace. El mundo posmoderno vive un “reencantamiento del mundo”, con lo cual ciertos valores tradicionales recuperan su valor o su fuerza.
LO VIEJO Y LO NUEVO EN LA LITERATURA
En el Eclesiastés, escrito por Salomón, hallamos ésta afirmación: “nada hay nuevo bajo el sol”, y es la cantinela de todos los desengañados, para concluir luego de una vida agitada y de hallarla vacía y sin sentido, que “todo es al fin de cuentas, vanidad”. Nuestro León de Greiff, también decía, “Cada día es nuevo, nuevo cada año… y todo del mismo jaez”. Otros hombres y épocas cuando el temple vital estuvo en alza, dirán lo contrario y presas de un singular optimismo, se lanzarán a la conquista del universo.
El Fausto de Goethe al ser la mejor expresión de éste anhelo por lo nuevo y el rechazo de lo antiguo, encarna el nuevo espíritu europeo que en el Renacimiento se opuso al mundo medieval, es la encarnación del hombre activo que día a día se fatiga por transformar el mundo. Por eso, rechazó los viejos libros, la pesada enseñanza escolástica con sus silogismos, el dogma, el simbolismo de las palabras, anhelando nuevas formas de conocimiento:
“Ahora ya, ¡ay!, he estudiado a fondo filosofía, leyes, medicina y, por desgracia, también teología, con ardoroso esfuerzo. Y ahora me encuentro, ¡pobre de mí!, sabio y loco como antes. Me llaman maestro y hasta doctor, y diez años llevo ya zamarreando a mis discípulos, cogidos de la nariz, arriba, abajo, a este lado y al otro…, y veo que no podemos saber nada… he perdido toda la alegría, no creo saber nada con sentido, tampoco tengo bienes ni dinero ni supongo mejorar a nadie, nada me he consagrado a la magia, a ver si por la fuerza y el verbo del espíritu se me puede revelar más de un misterio. ¿Seguiré encerrado en ésta cárcel? ¿Por qué un inexplicable pesar te cohíbe todo impulso de vida? En vez de esa viva Naturaleza viva que Dios creó para los hombres, sólo te rodean a ti por todas partes humo, y polilla, y costillas de animales, y fémures de muertos”.
Continúa: “Y aquel libro cargado de misterios de Nostradamus no te podrá enseñar. Con él se sabrá cómo andan las estrellas. En vano es que aquí la seca reflexión te explica los sagrados signos. Ah! Qué delicia irrumpe de repente al mirarlo por todos los sentidos joven, sagrada dicha de vivir corre ardiente en mis nervios y en mis venas. ¿Cómo haremos que todo sea nuevo? No está cerrado el mundo es tu alma la que está muerta discípulo levántate y baña en la aurora tu pecho terrenal” (GOETHE. Fausto, Acto I, escena I).
De Fausto se derivará lo que se ha llamado el “espíritu fáustico”, encarnación del activismo contemporáneo en todas sus formas, y que concluirá en el Aprendiz de Brujo, o sea, aquél que al no poder controlar sus propios logros, se le saldrán de las manos, como ha ocurrido con la ciencia y la técnica actuales.
LO NUEVO Y EL AFAN DE NOVEDADES
Pero no siempre todo lo nuevo es auténtico; existe en la vida cotidiana, lo que llama Heidegger “la avidez de novedades”, como nos muestran los medios masivos de comunicación, las revistas especializadas de farándula dedicadas a las estrellas del cine, el fútbol, la farándula que se imponen a los jóvenes como arquetipos de vida interesante, ocultando sus frustraciones y tragedias.
Anota así, que el hombre de hoy, “sólo busca lo nuevo para saltar de ello nuevamente a algo nuevo”, es decir, no le interesa la verdad, sino que es un deseo de abandonarse a lo que pasa, presenta un gran temor a vivir experiencias que lo enriquezcan. Su actitud es entonces la de no demorarse en lo que ve y siente, y en el caso del amor, ocurre lo que se ha llamado “el amor líquido”, que no compromete ni obliga. Esto lleva a la disipación en nuevas posibilidades y a un desarraigo, característica del hombre actual. Además, vive de las “habladurías” en las que sólo interesa lo que se ha visto y leído. Entonces, la avidez de novedades y las habladurías van de la mano, y forman lo que llama Heidegger una “existencia inauténtica”.
El mundo del hombre cotidiano es pseudoconcreto, enajenado, y pese a su familiaridad le es desconocido. Esta paradoja se debe a que la experiencia cotidiana es ingenua y acrítica, y sólo puede ser superada por la reflexión, o por el arte, que buscan destruir dicha pseudo-concreción. Un ejemplo de esa destrucción ha sido analizada en la teoría y la práctica del “teatro épico” fundado por Bertold Brecht y Kafka, que en sus obras representó un mundo extraño, y los hombres aparecían en forma de chinches (la metamorfosis) y otros animales, para que las personas vieran su propio rostro y conocieran su mundo.
LA CATEGORÍA NOVUM Y EL PRINCIPIO ESPERANZA
Pero ¿qué es lo verdadero y radicalmente nuevo? ¿Cuál es el límite que separa lo “viejo” de lo “nuevo” respecto a un determinado ámbito social? ¿Qué tan nuevo debe ser lo “nuevo” para ser radicalmente nuevo y romper así con la tradición misma? Según Massimo La Torre, las respuestas a estos interrogantes no pueden ser otra cosa que bastante vagas. Sin embargo, como anota Ernst Bloch, “Toda energía buena lleva en sí necesariamente este algo nuevo, se mueve en dirección a él. Sus mejores localizaciones se encuentran en la juventud, las épocas de trance, de cambio, y la producción creadora”. (BLOCH, Ersnt. El principio esperanza, Madrid. Ed Aguilar, 1969, Vol I, pág. 108).
Corresponde al filósofo alemán Ernst Bloch (1885-1977) el mérito de haber propuesto la categoría de lo nuevo a partir de su estudio de los sueños diurnos, elaborando lo que se ha llamado una “Enciclopedia de los deseos utópicos”, tanto en la vida cotidiana como en la literatura, la religión y el arte, cuya característica es la mejora del mundo, o lo que él llama el “crepúsculo hacia adelante”. Según él los sueños diurnos no son meras fantasías vacías, sino que hacen parte del presentimiento productivo, que implica una auténtica conciencia de sí mismo, a diferencia de los sueños nocturnos que en gran parte son inconscientes y regresivos. Es en especial en toda persona insatisfecha, pero deseosas de cambio, late profundamente éste anhelo, en especial los jóvenes y todos aquellos que no han claudicado ante lo imperante, es en quienes se desarrollan más éstos sueños. Igualmente se da en épocas necesitadas de cambio, cuando la realidad se hace asfixiante. Por eso, “la utopía concreta tiene una correspondencia en la realidad como proceso: la del Novum en mediación. Sólo ella juzga sobre los sueños” (BLOCH, Ernst. El principio esperanza. Aguilar S.A. ediciones. Madrid, 1977. Tomo III).
Esta nueva actitud, implica que estamos ante lo que él llama “giro de los tiempos”, “son ellos mismos las épocas juveniles de la historia, es decir, se hallan objetivamente ante las puertas de una nueva sociedad que asciende de la misma manera que la juventud se siente en el umbral de un día todavía intacto” El ejemplo más claro es el Renacimiento, que fue desde el punto de vista ideológico y cultural, el primer tránsito de la sociedad feudal a la moderna burguesa. Como anota Bloch, “Las palabras “Incipit Vita Nova” (comienza una vida nueva), designaban entonces también psíquicamente, la calidad de la aurora de la época; surgía el empresario, todavía progresivo, y con él, el sentimiento de la individualidad; la conciencia de la nación se dibujaba en el horizonte; la individuación y la perspectiva se vierten en el sentimiento de la naturaleza y en la visión del paisaje; las tierras lejanas se abren ellas mismas y ofrecen nuevos continentes; el firmamento mismo salta en pedazos y deja que laminada se dirija al infinito. Son todos los testimonios del tránsito de los siglos XV y XVI”.
Cuando la juventud coincide sobre todo, con una época revolucionaria, con el giro de los tiempos, se sabe lo que significa el sueño hacia adelante como ocurrió en la Alemania del siglo XVIII, Sturm und Drang. Por eso,“Juventud y movimiento hacia delante son sinónimos: el ambiente de las épocas de cambio es sofocante, como si encerraran una nube de tormenta”.
En ellas se vive lo que él llama “primaveras históricas” poseedoras de proyectos que buscan su realización, con pensamientos que se incuban, llena de acciones prospectivas y anticipaciones. Este “último cuarto de hora antes de hacerse de día”, se refleja muy bien en diversas obras desde los profetas de Israel, Joaquín de Fiore, Thomas Munzer, y el Novum Organum de Bacon. Por eso, “todas las épocas en tránsito están llenas, incluso, repletas de todavía no consciente y una clase ascendente es siempre su soporte”.
Si Freud descubrió lo inconsciente, nos falta conocer ese gigantesco mundo psíquico de lo todavía no consciente, o bien sus descubrimientos no han sido percibidos, y las categorías reales implícitas en él, como la de Novum, posibilidad objetiva, todas ellas inaccesibles a la anamnesis platónica, han estado hasta Marx sin teoría categorial.
La decadencia de la sociedad actual ha rechazado lo realmente nuevo, aunque posee las presuposiciones económico-sociales para una teoría de lo todavía no consciente y en estrecha relación con ella, de lo que todavía no ha llegado a ser, sino a la tendencia de lo que va a venir haciendo así accesible por primera vez teórica y prácticamente el futuro. Este conocimiento de la tendencia es incluso necesario para recordar, interpretar, esclarecer en su posible significación y trascendencia lo ya no consciente y lo llegado a ser.
El sueño diurno puede aportar ocurrencias que no mandan una interpretación, sino una elaboración, edifica también como proyectista, castillos en el aire, y no siempre castillos ficticios.
LA ESPERANZA
Uno de los principales afectos del ser humano es la esperanza, que al contrario de la angustia, es activo, práctico y militante. La esperanza como función utópica, proyecta lo que existe hacia un futuro, y un deseo de ser distinto, de ser mejor, y su razón de ser es “la ratio indebilitada de un optimismo militante”. La esperanza es el impulso que lanza al individuo y a la humanidad hacia el futuro. Bloch la ha convertido en “principio”, y así, sin dejar de ser una virtud como en el cristianismo, hunde sus raíces en la realidad material y en la vida humana. A partir del Renacimiento, la esperanza toma un nombre propio: Utopía, de donde deriva el nombre del famoso libro de Tomás Moro. Toda utopía al cumplirse es la expresión ocasional, parcial y mitificadora de la radical aspiración humana hacia su plenitud. Así, Prometeo, de quien se dice en la mitología griega, robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres, por lo cual fue castigado, se convirtió en la figura mítica en que tiene su origen todas las utopías de la humanidad.
Según lo anterior, el mundo no es un cosmos de hechos y leyes que se le imponen al ser humano, sino un proceso en el cual él tiene su parte; no es una sala de espera, sino algo en constante movimiento al que todos debemos contribuir. Pero esto significa superar la resignación y el recuerdo que se convierten muchas veces en obstáculo, para desarrollar nuestra existencia.
“El contenido del acto de la esperanza es, en tanto que clarificado conscientemente, que explicitado escientemente, la función utópica positiva; el contenido histórico de la esperanza, representado primeramente en imágenes, indagado enciclopédicamente en juicios reales, es la cultura humana referida a su horizonte utópico concreto” (BLOCH, Ernst. El Principio esperanza. Tomo I, págs. 135-136).