sábado, 26 de marzo de 2011

PALABRAS VIVAS Y LENGUAS MUERTAS XII

MUERTE E INMORTALIDAD
TÁNATOS KAI ATANASÍA

ÓSCAR LÓPEZ R. - FILÓSOFO - PSICÓLOGO

De todas las indagaciones que los humanos nos hemos enfrentado en nuestra tormentosa vida, ninguna nos es más esquiva que la de la muerte, la cual junto con la culpa y el sufrimiento, forma la tríada trágica que conforma nuestro ser. ¿Por qué nos resistimos a morir, mientras los demás seres de la naturaleza aceptan morir? La respuesta: sólo el hombre sabe que ha de morir; los demás seres no mueren, perecen, se corrompen. La muerte es uno de los caracteres esenciales del hombre, como el pensamiento o el lenguaje. Pero la muerte es una como una muralla impenetrable que se nos cierra obstinadamente.

Y somos entre todos los seres los únicos seres que sabemos que hemos de morir, porque pensamos; los otros seres al carecer de pensamiento, viven; pero su vivir es pura espontaneidad. El hombre no sólo es vida, es reflexión sobre la vida; y no sólo es vida natural, es existencia significativa. El animal no tiene pasado, su memoria es mecánica, ni futuro, no tiene proyectos, vive la inmediatez de la conciencia del presente, o sea, sin tiempo, ni historia, ni tradición. El tiempo sólo existe para el hombre, para la conciencia que es su medida (no es corto ni es largo), y por ello, lo trasciende. La conciencia puede existir porque el tiempo de sucesión, lo sobre pasa, es instare (volver a empezar). De ahí que el éxtasis del místico es siempre un “instante”, no dura ni un minuto ni un siglo, está más allá del tiempo.

El problema de la inmortalidad le ha interesado al hombre desde que tuvo conciencia, y no es un problema puramente “racional”, sino “existencial”, es decir, abarca la existencia en su totalidad.

Señalan los historiadores que desde fines del siglo XVIII, la muerte, la inhumación y el duelo, que eran aceptados relativamente, fueron expulsados del imaginario colectivo de Occidente, precisamente cuando estos fenómenos son cada vez más patentes y terribles. Basta ver cómo desde la Revolución Francesa, pasando por la I y II guerras mundiales, la muerte dejó de ser un fenómeno previsible, local, y se volvieron comunes las muertes de millones de personas o los asesinatos en masa, que en vez de concientizarnos, nos han impedido aceptarla como una realidad connatural a nuestra vida .

Quizás sea esto lo que la ha convertido en tabú, y cada vez se reemplaza la materialidad de la muerte por su ocultamiento, y así cada vez se esquiva hablar de ella, y el “arte de morir” de Sócrates y Montaigne, o el de “morir su propia muerte” del que hablaba Rilke son temas extraños para la gran mayoría. Pero como dice Octavio Paz, hoy “se niega la vida, la vejez y la muerte, pero al precio de paralizar la vida misma”. Además, su permanente presentación en los medios de comunicación la vuelven intrascendente, y así se convirtió en tabú, y como dice un autor, lo que han hecho es prolongar las estrategias empleadas en los campos de concentración, queriéndolos hacer desaparecer, quemados como cuerpos y borrados sus mismos nombres, con lo cual su brutalidad contrasta con el deseo de su ocultamiento.

A pesar de éste deseo, en el arte han aparecido movimientos que rechazan esta negación de la muerte, sea en obras como “El entierro prematuro” de Edgar Allan Poe, en películas como “Belleza Americana” que trata sobre todo lo que ocurre en una empresa de pompas fúnebres, o en “Kill Bill II” de Tarantino, o en Internet los “Salones de la memoria”, lo mismo que la exposición “Sonido de la muerte” de la escultora mexicana Teresa Margolles, que busca mostrar en toda su crudeza el fenómeno de la muerte brutal en México. En Colombia tenemos a la pintora Lucy González, que se ha dedicado pacientemente a revelar lo que las autoridades oficiales han querido ocultar sobre nuestros muertos y desaparecidos. Todos ellos buscan una imagen del mundo en que también tenga cabida la muerte, pues sin ella la vida se convierte en una macabra fantasmagoría aunque esté rodeada de glamour y la quieran hacer aparecer como el único ideal posible.

En el acto de conciencia, su duración sustituye al tiempo y es eternizada. El espíritu le confiere su valor, le da un significado que “no pasa” y es éste sentido lo que lo arranca al instante.

Al memorarlo, el pasado queda englobado y es trascendido. Memorar es presentarse a sí mismo, sólo por la memoria tenemos un pasado porque en el hombre es una actividad espiritual. La memoria es el “presente del pasado”.

Tenemos conciencia que el cuerpo perece, pero no existe conciencia de que la conciencia muera, tener tal conciencia hace que su perecer no sea ya tal. El acto de morir pertenece sólo al hombre y tal es su nobleza y dignidad. La muerte no tiene relación alguna con el espíritu como dijera Hegel.

La conciencia es la afirmación de mí mismo como ser y como persona, si la personalidad pereciera, perecería la conciencia, pero ésta no puede perecer porque es un modo del ser. Si el humano no tuviese conciencia de la muerte, sería sólo perecedero, muriendo el espíritu ha transformado la ley física del perecer del organismo en un acto de conciencia. Saber que hay que morir es igual a saber que hay que vivir y por eso trascienden el vivir y el morir.

El hombre con su pensamiento, abraza no sólo el universo (Pascal), sino que abraza la vida y la muerte, saber que hay que vivir y que hay que morir es ya un saber que es inmortal. No puedo darme una inmortalidad sino es principio natural del hombre; la inmortalidad es metafísicamente necesaria; si el hombre fuere perecedero, no tendría conciencia de morir, esto va contra Unamuno.

MIGUEL DE UNAMUNO

Si el espíritu trasciende todo acto suyo, trasciende también ese acto que es también esa muerte de ese cuerpo en el que está esencialmente interesado. Todo espíritu es creado singularmente por Dios, Dios es el acto essendi (de ser) de todo existente espiritual; el cuerpo está hecho para el espíritu, cuya única finalidad no es la vida temporal. El principio espiritual como tal es inmaterial. El espíritu no se identifica con la “razón”, es voluntad.

La muerte es el cero en la libertad del tiempo, al nacer tenemos ante nosotros todo el campo de
posibilidades, en este caso recuperamos el máximo de libertad. La muerte destruye la libertad como serie numérica (todas las posibilidades), pero da el uno de la libertad, el uno absoluto, la libertad ante lo eterno.

Es la libertad en el tiempo la que prepara la otra libertad, al envejecer se debilitan nuestras necesidades vitales, las posibilidades y acciones concretas y perdemos la libertad del tiempo, pero ésta pérdida nos libera del condicionamiento de la vida temporal. Con la vejez, se adquiere cierto desinterés e indiferencia respecto de las cosas, equilibrio que permite mirar con desapego a los hombres y las cosas. Con la muerte cesa la percepción de lo sensible y con ella la posibilidad del tiempo.

La muerte no es lo contrario de la vida, la repugnancia natural de la muerte no es propia del espíritu sino del cuerpo, el instinto vital es tan fuerte que obliga al espíritu a olvidar la muerte a la que sin embargo no teme.

La idea de “Alma”, pertenece a la tradición filosófica griega, como principio de vida vegetativa e intelectiva, pero plantea bastantes equívocos, pues está ligada a la energía vital universal que existe en las plantas, los animales y el hombre. Pero los griegos no conocieron el concepto de personalidad y con ella, del espíritu. El principio espiritual es vida para sí mismo, sustancia aun cuando deje de animar a su cuerpo; con la muerte cesa la función y finalidad y función del alma.

Además del “alma” existe el espíritu, que es vida para sí mismo, substancia aun cuando deje de animar el cuerpo, pues el hombre es además persona, y como dice Santo Tomás, todo sujeto posee la individualización de la misma manera que posee la existencia. En el sujeto humano el espíritu es personal; la personalidad define pues su existencia y tiene el mismo peso que la existencia del sujeto espiritual. O sea, la conciencia es un modo fundamental del ser: yo soy como conciencia. Si mi conciencia pereciera, perecería mi personalidad, no tendría conciencia de sobrevivir, y lo que sobreviviría sería otra cosa distinta de mí.

La conciencia es la afirmación de mí mismo como ser y como persona; por lo tanto, si la personalidad pereciera, perecería sin más la conciencia, pues no existe la supervivencia impersonal de una conciencia impersonal, pues negaría el ser de su esencia.

El principio de la personalidad del espíritu implica el de la creación: o cada espíritu singular es creado singularmente o no existe espíritu personal. Para Aristóteles, los Estoicos, Aberroes, Spinoza, Hegel y Marx, no hay espíritu personal, sino que el único principio se determina temporalmente en infinitos individuos.

Sólo en una metafísica creacionista, la personalización pertenece a ese principio substancial que es cada espíritu singular; hay pues una plurisingularidad, es decir, todo espíritu es singularmente creado por Dios; ninguna esencia puede darse por sí misma a la existencia: Dios piensa a cada hombre singularmente, le da existencia espiritual y por ello inmortal; por eso el cuerpo está hecho para el espíritu, cuya única finalidad no es la vida temporal.

El hombre es capaz de actos espirituales (pensar, conocer, querer, etc.), pero ellos necesitan del cuerpo. El espíritu es pues, substancia inmaterial, y esto porque como dice San Agustín, por la conciencia de la conciencia; los animales saben, pero no saben que saben; la conciencia reflexionando sobre sí misma, se conoce como principio distinto del cuerpo. Tener conciencia es pues saber que ésta es distinta del cuerpo. Además, como el espíritu es inmaterial, es incorruptible. También, la actividad espiritual no puede identificarse con la actividad “racional”: le es esencial la razón, pero es más que ella, pues no se agota en sus procesos lógicos o discursivos. Así, no hay amor sin un conocimiento racional aunque sea mínimo, pero el amor es más que ese conocimiento, pues es la experiencia del otro en su integralidad, es decir, también como existencia. La discursividad racional existe por la intuición intelectual y es inferior a ésta; en este sentido, no es el alma la que es inmortal, sino el espíritu que es intuición fundamental del ser.

Si la muerte existe para la conciencia, la pregunta es, si ésta muere. El instante de la muerte es atemporal, sin futuro histórico, y exige por ello un futuro extratemporal, el único que puede actuar al espíritu en su plenitud.

Todo acto humano es revelador de la participación del hombre en la infinitud del ser que es la luz del espíritu, y cuyas exigencias ontológicas son la razón de su inmortalidad; por eso decir que “el espíritu es mortal” es algo contradictorio. La inmortalidad es un deseo de supervivencia más allá del tiempo, como continuarse en los hijos, en sus obras y en la especie. Pero, como el hombre por su espíritu no es “perecedero”, sino “mortal”, existe un problema filosófico de la muerte, distinto del hecho empírico de comprobar el fin del organismo.

Además, al identificar al espíritu con el “alma racional”, la idea de inmortalidad queda comprometida, pues el “alma” es todavía una fuerza natural o cósmica, mientras que el espíritu supera estos límites, y por eso se dice que el hombre tiene una existencia personal suya, irreductible a la de su especie. En los animales, cada miembro es un individuo, pero todos son idénticos, en cambio, en una familia humana ningún individuo es idéntico a otro, porque es él mismo, es un individuo singular que queremos conocer. El hombre es pues un ser con un carácter, un espíritu singular irreductible, una persona irreductible. El ser humano enfermo, puede desear la muerte, es decir, liberarse del cuerpo, pero no quiere aniquilarse totalmente.