lunes, 6 de julio de 2009

COLOMBIA
SECUESTRO: “silencio e impunidad”

OSCAR LOPEZ R-PSICOLOGO



A pesar de que nuestro pais ha sido catalogado como un país medio, o sea normal, sin embargo, la realidad es muy distinta .Vivimos una esquizofrenia nacional que tiene un nombre: la división en un país “formal” y un “país real”; la nuestra es una nación desgarrada por un sinfin de contradicciones que parecen no tener salida. Además, según dicen las encuestas que "somos una nación feliz " , pero una cosa es el país de las apreciaciones subjetivas, y otro, el país real, el de las luchas cotidianas por el pan, la salud y la educación de lagran mayoría , y que señala las diferencias la realidad objetiva y la percepción subjetiva.
Pero lo mas golpeante es el proceso de acostumbramiento a la crisis nacional , y que ha impedido que reaccionemos con fuerza y constancia ante nuestros propios males. Aparentemente somos un país alegre, con cientos de fiestas en toda la geografía nacional , pero la realidad nos indica que somos un país aquejado de males seculares, como el fanatismo, la intolerancia, y atavismos fruto de una cultura “tanática” (de la muerte), que nos ha impedido acceder normalmente a la modernidad. El nuestro es un país con altos índices de criminalidad, corrupción y violencia, pero que milagrosamente no se ha desmoronado por la gran vitalidad, resistencia y una constante fe de nuestra gente.
De acuerdo con lo dicho,una realidad a la que nos acostumbramos los colombianos, es la del secuestro, realizándose marchas y protestas realizadas en el último año. Quienes no hemos sufrido este flagelo, no alcanzamos a dimensionar el sufrimiento y lo que significan, diez, ocho, seis, cuatro, dos interminables años para los militares, civiles, en suma, los más de 3000 compatriotas secuestrados y el de sus familias. En lugar de la indignación colectiva que esto debería suscitar, nos hemos encerrado en la indiferencia, y hemos abandonado a los secuestrados y sus familias a su suerte, o a la voluntad de individuos o países mediadores para su liberación.

¿A qué se debe este estado de parálisis colectiva, que impide movilizarnos como un solo cuerpo para rechazar el más oprobioso de los crímenes? Es difícil entender el comportamiento de los colombianos, tan sensibles y creativos frente a los dos fenómenos más cotidianos que nos agobian desde hace ya varias décadas: la violencia y el secuestro. Muchos miedos cruzados deben existir en nuestro imaginario nacional para permitir esta situación anómala. Y no es para menos.


La violencia, nos ha marcado desde hace ya varios lustros de un modo tal, que erróneamente muchos la creen inscrita en nuestros genes. Otros, más atinados, buscan sus causas en factores culturales y psicosociales de honda raíz, y han preferido hablar de “las violencias”, para señalar las diferentes fases de su evolución, ya sea la violencia liberal-conservadora con sus 300.000 muertos, o la última que hemos padecido al aparecer nuevos actores, que la han llevado a niveles impensables en un país llamado “civilizado” y “cristiano”. El fenómeno del secuestro, sin bien lo compartimos con otros países, se ha extendido entre nosotros de un modo tan acelerado, que de ser un fenómeno aislado, se ha convertido en un lucrativo negocio que cuenta con la impunidad y el silencio de las víctimas y sus familias.

Por eso, es estimulante que surjan investigaciones como la de Humberto Vélez Ramírez, plasmada en su libro SECUESTRO, y en el que a partir de la experiencia del plagio de su suegro, el cafetero quindiano Don Bernardo Pachón en 1991, busca integrar este macabro acto con la mentalidad emergente en Colombia desde los años 80, para remontarse a nuestra actual realidad nacional.

En la obra del escritor caldense, Director de ECOPAIS, profesor e investigador de la Universidad del Valle, se combinan el texto narrativo y la interpretación psico-social y antropológica de una de las mas brutales experiencias que ser humano pueda vivir. El libro me ha dejado una desazón, más aún vergüenza, luego de sentir cómo de manera inexplicable, nos las hemos agenciado la mayoría de los colombianos , cómo hemos permitido que creciera, como si nada estuviera pasando cuando casi ante nuestras propias narices, más de tres mil colombianos, vecinos, amigos, conocidos, han sido y sigue siendo secuestrados.

El mérito de la obra de Humberto, es como anota en el prólogo, Fabio Martínez, que “logra rescatar la memoria de una de las víctimas del secuestro, y recomponer las claves ocultas sobre esta ominosa práctica, que se ha convertido en el país, en una industria perversa e inhumana”.

Anota igualmente, cómo “Esta obra integra el aporte teórico con la vivencia trágica del secuestro de su suegro, que se convirtió en experiencia familiar enriquecida por el interés del escritor y el aporte del secuestrado, que a diferencia de otros, accedió a compartir su dolorosa experiencia”. En un esfuerzo de comprensión a partir del trabajo interdisciplinario con los aportes de la psicología social y la antropología, con “un soporte etnográfico se levantó una hipótesis empírica de claro sabor pedagógico”.

Humberto logra hacernos participar de la experiencia de Don Bernardo, el cual, a pesar de la natural renuencia de las víctimas a revivir tan traumática experiencia, se dispuso a relatarla, porque como dijo Don Bernardo, “en una sociedad como la colombiana, estamos todos en la obligación de hablar”.

El autor señala cómo frente a lo que era el país tradicional, con sus problemas y logros, que lo hacían semejantes a otros tantos, dos fenómenos han marcado nuestra historia nacional en los últimos años del siglo XX: la cultura mafiosa y la cultura paramilitar. La primera más antigua, permeó todas las esferas de la sociedad, y dio sus amargos frutos en los años 80, “funcionando como esquema de valoraciones sociales traducido en un estilo y horizonte de vida”. La otra, fue creciendo y se entroncó con la primera, creando un macabro panorama del que apenas parecemos despertar, y que “ha empezado a imponerse como el referente simbólico central de una nueva y perversa apuesta de institucionalización de la sociedad colombiana”, y que se gestó “como una estrategia de reorganización institucional del país, reorganización enhebrada desde la vida municipal, veredal y familiar”.





En el libro se hace una breve relación histórica de los primeros secuestros en Colombia, que se remontan a 1930, en los años 60´s y 70´s, cuando ocurrieron los secuestros de Harold Eder y su posterior asesinato y el del ex ministro Fernando Londoño, pero fueron casos aislados. Al llegar a 1980, ya se registraron 80 secuestros, y en 1992 habían ascendido a 1282, y en el 2000 ya llegamos a más de 3.000 , todos ellos obra de la guerrilla y la delincuencia común, que de común acuerdo establecieron el ominoso sistema de compraventa de los secuestrados. En 1990 las AUC aparecieron como nuevos actores, haciendo más complejo y degradante el cuadro.

Anota el autor, que la violencia, es “como un libro informal social en el que muchos, especialmente jóvenes, hacen a diario la lectura subjetiva del mundo objetivo que los rodea”. A partir de ella levantan y/o redefinen sus proyectos personales de vida, en los que los otros “solo cuentan como simples instrumentos o como próximos candidatos a un ataúd .Igualmente, la cultura paramilitar se ha venido imponiendo con una nueva y perversa apuesta de institucionalización de la sociedad colombiana”.

Buscando una hipótesis explicativa, y yendo más allá de las descripciones moralizantes, el autor arriesga la hipótesis del Genocidio como indicador empírico de una sociedad del crimen. Trae a referencia la matanza de la UP entre 1985 a 2004, y la muerte de las etnias indígenas.

Y todo esto como anota el autor, ha ocurrido con el silencio nacional, fenómeno aparentemente inexplicable, pero que puede entenderse como el referente de ser víctima y cómplice. Todo esto se explica en razón de la frágil escala de valores que nos ha sustentado y que la modernidad dejó al desnudo, echando a pique la tabla de valores cristiana como elemento de amalgama nacional.

A la violencia civil, acuñó otra simbólica a los amigos ideológicamente afectivos de los asesinados, antes se decía: “Porque son rojos /azules, y hoy hipócritamente, “el que nada debe nada teme”, muletillas inventadas para acallar la triste realidad de estos crímenes, una moral de avestruz en que la sociedad ha permanecido callada, igual que sucedió con la matanza de los miles de los jefes y militantes de la Unión Patriótica”.

Pero si bien los colombianos ni somos mafiosos ni paramilitares, al aceptarlos, las hemos asumido como elemento que se ha insertado en la vida cotidiana, en especial mas amplia en algunas regiones que en otras, pero que al fin, es parte de la cultura nacional, debido al carácter estructural del fenómeno que comienza recomponiendo las condiciones objetivas que en lo económico, lo social, lo político , han posibilitado la tremenda desvalorización simbólica de la vida humana como supremo valor.

Nos indica además el autor, que la crisis de los códigos de regulación de la vida social llevó de la sociedad de regulada a la sociedad desdirigida, o a una sociedad ingobernable en la base y la “capacidad de condición hegemónica en la cúspide”.

En suma, nos hallamos frente a una situación que toca todas las fibras de nuestra realidad nacional. Sus causas son múltiples y hondamente arraigadas en nuestra cultura; en especial el fenómeno es estructural, pues se ha combinado un crecimiento con exclusión, asumiendo la clase dirigente con un esquema neoliberal, que las oportunidades llegarán iguales para todos, cuando en verdad, la brecha entre ricos y pobres se ha ensanchado, y es mayor hoy el número de excluidos que hace diez años, como lo demuestran las estadísticas al respecto. Si bien ni la violencia ni el secuestro son justificables, la falta de oportunidades es el caldo de cultivo para el resentimiento, la frustración y el crimen. ¿No es esa la historia de nuestros países, a diferencia de aquellos que han logrado un desarrollo más equitativo?

Desempleo, desaparición, desplazamiento, secuestro, son la otra cara de la cándida e idiota idea que nos han vendido, de un país feliz para no aceptar la esquizofrenia nacional de un país escindido en dos, la Colombia próspera y la “otra”, que al no tener oportunidades, debe emigrar, delinquir o resignarse.

Otro factor que explica nuestra situación es la impunidad, ya que como anota Armando Montenegro, “la callada tolerancia frente a la impunidad es un síntoma de que amplias capas de la sociedad y de la economía mantienen relaciones con quienes cometen crímenes en forma habitual. Además, estimula la convocatoria de cruzadas por el perdón, el olvido, la rebaja de penas y el punto final. Todo, menos la justicia”.

Y esto implica el reconocimiento de nuestros males, a partir de la aceptación de una culpa colectiva, pero que comenzando por el propio Estado en su conjunto, y non solo de los victimarios, aceptación que debe expresarse como ya ha sido anotada en que la reparación de las víctimas corran en mayor proporción de lo previsto por la Ley de Justicia y Paz por cuenta de la Sociedad y el Estado en su conjunto y no solo de los victimarios


Un largo camino debemos recorrer para lograr el país que hemos soñado, si no feliz, al menos con menos injusticias y exclusiones. El primer paso está a la vista, pero no a costas de los más débiles, sino en un país en el que todos aportemos a un proyecto de largo alcance que se convierta en el país diverso cultural, política y socialmente, y no de unos pocos Sólo así, lograremos vencer la cadena de males que nos han agobiado hace ya varios lustros y que conviertan a nuestro hermoso y atormentado país en una patria para todos sin privilegios ni exclusiones.

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